LA MODA EN LA POSTMODERNIDAD. DECONSTRUCCIÓN DEL FENÓMENO "FASHION", Dr. Adolfo Vásquez Adolfo Vasquez Rocca, En NÓMADAS. 11 | 2015. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas. UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID. http://www.ucm.es/info/nomadas/11/avrocca2.htm
NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA
DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS 11-2005/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730 |
La moda en
la postmodernidad Deconstrucción del fenómeno fashion |
Adolfo Vásquez Rocca |
La moda como espectáculo.
Relaciones entre individualismo, frivolidad y poder | Fashion y espectáculo | El cuerpo como experimento | La teatralidad de la vida social
| La desicononización del
símbolo | El
vestido. De lo estético a lo público |
Notas
El tema de la moda lejos de ser un asunto meramente banal constituye un documento estético sociológico que da clara cuenta de las sensibilidades de una época, en particular de la voluntad de ruptura e innovación o, por otra parte, de férreo conservadurismo, quedando definido el asunto del vestir como un asunto sustancialmente político. La moda ésta en la calle y por lo tanto es parte constitutiva de la res pública. Por ello, este artículo, al intentar dar cuenta del fenómeno fashion, supone ampliar la reflexión –más allá del asunto relativo al vestir– al contexto sociocultural y antropológico que supone.
La moda ha pasado
a formar parte de las preocupaciones políticas asociadas a la democratización.
La idea de que las sociedades contemporáneas se organizan bajo la ley
de la renovación imperativa, de la caducidad orquestada, de la imagen,
del reclamo espectacular y de la diferenciación marginal fue desarrollada
–principalmente– en Francia por autores situacionistas como Debord y los
teóricos más atentos a los fenómenos de la modernidad
tardía, los así llamados profetas de la postmodernidad, a saber
Lipovetsky y Braudrillard.
Por su
parte M. Kundera se concentra en la imagología, es decir, la capacidad
de creación de simulacros y sucedáneos, como el milagro materialista
de nuestro tiempo (1).
El devenir moda
de nuestras sociedades se identifica con la institucionalización del
consumo, la creación a gran escala de necesidades artificiales y a
la normalización e hipercontrol de la vida privada.
Desde el periodo de entreguerras,
con el surgimiento del “prêt à porter”, la moda del
vestir no ha hecho más que avanzar en un continuo proceso de democratización.
En este sentido, la moda es
un instrumento democrático que pretende lograr el consenso social,
un medio, por otro lado dudoso, pues bajo la apariencia de una gran pluralidad
y liberalidad genera una indiscutible homogeneidad.
La sociedad de consumo supone
la programación de lo cotidiano; manipula y determina la vida individual
y social en todos sus intersticios; todo se transforma en artificio e ilusión
al servicio del imaginario capitalista y de los intereses de las clases dominantes.
El imperio de la seducción y de la obsolescencia; el sistema fetichista
de la apariencia y alienación generalizada (2).
En las sociedades contemporáneas
las novedades se han abierto paso a golpes de botas de cuero. Una fantasía
individual, seguida por modelos anoréxicas, acompañadas de bandas
rock y andróginos super-star. La autonomía de esta estética
y de sus agentes sociales –los diseñadores– los nuevos gurús
del poder de las apariencias (J.P. Gaultier, Alexander McQueen, Vivienne Westwood,
John Galliano, etc.) han convertido el estreno de cada nueva colección
en uno de los eventos más distintivos de la sociedad del espectáculo,
en un fenómeno mediático que “pone en juego esa tensión
radical entre un aparente individualismo, y una sutil masificación
y alienación” (3).
El imperio de las marcas y el
desfile de quinceañeras uniformadas en todo el mundo, son grupos que
hacen de la moda “alternativa” otro objeto de consumo.
Por otra parte, cabe notar que,
paradojalmente, un exceso crítico frente
al carácter alienante de la moda, se convierte el mismo en una moda
–postura o impostura – para uso de la clase intelectual.
LA MODA EN LA POSTMODERNIDAD. DECONSTRUCCIÓN DEL FENÓMENO "FASHION", Dr. Adolfo Vásquez Adolfo Vasquez Rocca, En NÓMADAS. 11 | 2015. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas. UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID. http://www.ucm.es/info/nomadas/11/avrocca2.htm
En algunos países se
usa la expresión una “mujer producida” para referirse a aquella que
ha fabricado o construido su imagen, ya sea con el maquillaje o el vestuario,
en definitiva por el claro acento de su “look”. La expresión “producción”
en este caso está asociada a los “productores” –de imagen– que se mueven
en el mundo del espectáculo.
Cuando la moda accede a la modernidad
se convierte en una empresa de creación –o producción– pero
también en espectáculo publicitario.
Frente a la alta costura surge
el “prêt–à–porter”, lo cual
no significó en absoluto una democratización de la moda, sino
más bien uniformidad o igualación de la apariencia; nuevos signos
más sutiles y matizados, especialmente firmas, cortes, tejidos, fibras,
continuaron asegurando las funciones de distinción y excelencia sociales.
La democratización significó una reducción de los signos
de diferenciación social, a criterios como la esbeltez, la juventud,
el sex-appeal, la comodidad, la naturalidad y cierto
minimalismo. La moda, en este sentido, no eliminó los signos de rango
social, sino que los reemplazó promoviendo referencias que valoraban
más los atributos de tipo más personal como los referidos, esbeltez,
juventud, etc.
Pese a lo anterior podemos citar
algunas estrategias para burlar estos nuevos imperativos. Andy Warhol en
Mi Filosofía... señala que decidió
“tener canas para que nadie pueda saber qué edad tenía y parecer
más joven de lo que los otros creyeran que sería” (4). Su argumento era que ganaba mucho volviéndose
canoso, pues todos se sorprenderían de lo joven que parecería
y se sacaría de encima la responsabilidad de actuar como un joven:
podría ocasionalmente caer en la excentricidad o en la senilidad y
nadie opinaría al respecto dado su cabello canoso. “Cuando tienes
canas –señala Warhol–, cada movimiento que haces parece joven y ágil
en lugar de ser sólo normal” (5). Así pues,
Warhol, se tiñó el pelo de blanco a los veinticuatro años.
Volviendo a nuestra reflexión
acerca de los cambios en los signos de status social promovidos por el imperio
de la seducción, debemos atender a las exigencias que la moda hace
al cuerpo, convirtiéndolo en un escenario de representación.
Estos cambios nos convierten
en “primitivos modernos”. No cesamos de forzar los límites naturales
del cuerpo para hacerlo más bello y deseable.
Según las culturas, se
forma o se deforma la anatomía en una serie de experiencias dolorosas,
que son parte integrante de nuestra civilización.
De todas las alteraciones corporales
el tatuaje es la más extendida. Los “primitivos modernos” imitan a
los auténticos primitivos inventando nuevos diseños que pueden
llegar a cubrir todo el cuerpo.
Al modo como cuando a una muchacha
de Etiopía se le introduce un disco de tierra cocida o de madera en
el labio inferior. Cuanto mayor es la superficie en forma de plato, más
bella y cara es la mujer. Al mismo tiempo ¿cuánto puede valer
una modelo occidental que se ha engrosado los labios con inyecciones de silicona?
Los Ibitoes de Nueva Guinea
valoran las cinturas angostas y para ello las comprimen con tiras de tela
y madera. En nuestra sociedad un talle muy fino ha constituido el ideal de
la belleza femenina.
Como se ve, al igual que el
arte, la moda sigue las leyes del progreso técnico y se hace autónoma
respecto a la belleza. Para el caso del vestir, por ejemplo, comprobamos
en la actualidad la autonomía del vestido respecto al cuerpo –el caso
tan conocido del tallaje– y respecto del diseño e incluso respecto
del vestir mismo: las últimas tendencias consisten justamente en deconstruir
el vestido (6).
En las fiestas
de máscaras, también especie de ceremonias rituales vigentes
aún en las sociedades contemporáneas, las personas parecen
haber elegido cuidadosamente su disfraz y esa noche aunque sólo sea
mientras dura la fiesta, serán aquello que siempre han querido ser.
Se han librado de su disfraz cotidiano –del aspecto habitual que llevan al
trabajo todos los días– y han decidido adoptar un aire seductor o
trasgresor. El estado final
de la metamorfosis es el personaje. Los simulados “punks” se han metamorfoseado
en auténticos transgresores porque a su careta (personaje) le están
permitidos todos los excesos que a ellos les están vetados. Una forma
atávica y ritual de liberarse de los miedos e inhibiciones.
Un espectador distanciado tendría
una curiosa sensación: la de que todo esto bien podría tratarse
de una reunión en un local de moda: una pasarela. Aunque desde una
óptica más antropológica, en las fiestas de máscaras
podríamos encontrar también –siguiendo nuestra híbrida
categoría del “primitivo moderno”– resonancias tribales.
La metamorfosis ha sido desde
siempre una de las obsesiones recurrentes del ser humano y a menudo representa,
de forma patente y brutal, el deseo implícito de subvertir lo establecido.
Asociado a ella se puede adivinar el engaño, la apariencia, en otras
palabras el disfraz.
Es necesario, sin embargo, distinguir
entre metamorfosis e imitación: la metamorfosis es percibir como propias
las características del otro, una posición cómoda de
usar y tirar.
Lo peligroso de todo disfraz
es que es posible acabar por encontrarse en la complicada y ambigua posición
del travestido.
La metamorfosis en un ser del
sexo contrario –o su imitación– es una de las más extendidas
en la historia de la humanidad (la más básica pareja de opuestos).
Se trata de esas mujeres con tacones altos y maquillajes exagerados, esos
hombres con barbas y brazos inundados de tatuajes –sin duda calcomanías
socorridas que mañana desaparecerán con agua –. Son las Marylyn’s y los marineros;
no son hombres ni son mujeres, son la esencia de lo masculino y lo femenino,
son lo narrativo del estereotipo.
Sin embargo, el estereotipo
es una categorización reducida a sus rasgos más grotescos, esto
es, a una caricatura. De modo que ser estereotipado es vivir una “identidad”
clausurada por la mirada generalizadora y etiquetadora del otro. Como dirá
Sartre “el otro es una mirada de la cual soy objeto” (7)
y a través de ella logro mi objetividad.
Nos vestimos al caer en la cuenta
de que estamos presentes ante otros, que son ajenos a nuestra (propia) interioridad.
Ante esa mirada del otro configuro mi exterioridad como expresión de
lo que soy. Esto nos enriquece, porque añade a nuestro ser corporal
nuevos significados que expresan la riqueza interior, dándole así
a nuestra apariencia (externa) una gran profundidad.
La constitución de nuestra
identidad, como intento mostrar, tiene lugar desde la alteridad, desde la
mirada del otro que me objetiva –que otorga consistencia a mi ser –, que me
convierte en espectáculo. Ante él estoy en escena, experimentando
las tortuosas exigencias de la teatralidad de la vida social.
Lo característico de
la frivolidad es la ausencia de esencia, de peso, de centralidad en toda la
realidad, y por tanto, la reducción de todo lo real a mera apariencia.
El éxito de la identidad
prefabricada (8) radica en que cada uno la diseña
de acuerdo con lo que previsiblemente triunfa –los valores en alza–. La moda,
pues, no es sino un diseño utilitarista de la propia personalidad,
sin profundidad, una especie de ingenuidad publicitaria en la cual cada uno
se convierte en empresario de su propia apariencia.
El vestir dice algo de nosotros,
pero no nos devela completamente, de modo que siempre queda algo por conocer.
El vestido es un texto –un discurso – que debe ser leído, que se dirige
a alguien; por eso es fundamental el punto de vista del observador.
El vestir es la mediación
necesaria para el trato social. Nos da la posibilidad de entrar en diálogo
con los demás en la clave que hayamos propuesto en cada caso. De modo
tal que los demás se dirigen a nosotros según nos presentamos.
El vestir es una invitación
al dialogo y, más precisamente, al tipo de dialogo que buscamos. Puede
ser solamente una sugerencia, este es el caso de la elegancia.
La elegancia no es el lujo o
la ostentación, y ni siquiera la riqueza del vestido, sino que es la
finura en el trato con los que nos rodean; la elección adecuada para
el dialogo adecuado con la persona adecuada.
Pese a lo anterior, existen
estrategias, alambicadas, algunas curiosas, otras para escapar al estigma
del estereotipo o a las identidades prefabricadas. Una de ellas, por ejemplo,
es la practicada por los hombres gay que se redefinen a través de sus
propias estrategias de grupo –retomando modelos que pertenecían a
una subcultura homosexual – y recuperan una identidad de macho, “passé”
entre los heterosexuales de los ochentas, para rebelarse a un tiempo contra
el estereotipo que de ellos tiene el grupo dominante y diferenciarse de ese
grupo justamente a través de atributos que no deberían corresponder
con la forma en que la sociedad tiende a verlos: afeminados.
En un momento histórico
en que los hombres heterosexuales se replantean los símbolos de su
masculinidad colectiva, éstos son retomados por los homosexuales como
distintivo de grupo, en el fondo como “parodia de la masculinidad” (9). En el ejemplo comentado se asiste a la desiconización
del símbolo: el bigote ya no está ligado al concepto de virilidad
que la cultura dominante tiene, sino que pone la misma en entredicho; cualquiera
puede ser viril, basta con pegarse un bigote. Este no es un heterosexual
potente, pero tampoco es una mujer masculinizada, sino otro producto totalmente
nuevo que replantea la esencia de las construcciones culturales al uso o
sus implicaciones pasadas.
Tenemos, pues, que una característica
de los movimientos contraculturales, suele ser la androginización de
las personas dentro de un determinado grupo.
Si examinamos la cuestión
de símbolos idénticos empleados como metáforas diferentes
centrándose en un caso contracultural concreto, la iconografía
lesbiana (como otro ejemplo), su propuesta se centra en el cambio que los
símbolos masculinos sufren dentro de esta iconografía, aunque
se sigan leyendo de idéntico modo desde la mirada dominante (desde
el poder), incapaz de percibir las sutilezas de lo que está fuera de
ella o deseosa de ignorarlas.
Entre los variados métodos
para intentar burlar el imperio de la moda, los dictámenes de lo efímero,
el poder de la estereotipación de la sociedad de consumo y la caducidad
impuesta por la publicidad; en definitiva, para escapar a estos esquemas de
dominación y al condicionamiento de la existencia –¿Cómo
vestirse? ¿Cómo alimentarse? ¿Qué leer? ¿Dónde
ir?– o, al menos, parecer lograrlo, podemos encontrar una curiosa estrategia:
el empleo de un “dispositivo anti-masificación”, esto es un pequeño
accesorio de moda añadido a un atuendo, por otra parte conservador,
para demostrar que todavía se posee un destello de individualidad:
corbatas retro de los años cuarenta y pendientes (en hombres), chapas
feministas, anillos en la nariz (en mujeres), y la ahora casi extinta cola
de caballo pequeña (en ambos sexos) (10).
Los “Media” –la información
– provoca la deriva de las convicciones, la alineación, la imposibilidad
de los individuos de reconocerse como sí mismos en las sociedades del
spot y la fluctuación de los gustos.
Ante esto, la filosofía
de Warhol– nos propone la táctica de conservar el estilo, tanto en
los tiempos de alza, como en los de baja. “Cuando una persona es la belleza
del momento y su aspecto está realmente al día, y entonces cambian
los tiempos y cambian los gustos, y pasan diez años, si mantiene exactamente
el mismo aspecto –señala Warhol– y no cambia nada y se cuida, sigue
siendo una belleza. Los restaurantes Schraff fueron la belleza de su tiempo;
luego quisieron mantenerse al día y se modificaron y renovaron hasta
que perdieron todo su encanto y fueron comprados por una gran empresa. Pero,
de haber mantenido el mismo aspecto y el mismo estilo y de haber aguantado
durante los años de baja en que no estaban a la moda, hoy serían
de lo mejor. Debes conservarte igual –aconseja Warhol– en períodos
en que tu estilo ha dejado de ser popular porque, se es bueno, volverá
y una vez más serás reconocido como una belleza” (11).
Cómo he expuesto, el
tema de la moda, o el fenómeno fashion, lejos
de ser un asunto meramente banal constituye un documento estético sociológico
que da clara cuenta de las sensibilidades de una época, en particular
de la voluntad de ruptura o innovación y otra de férreo conservadurismo,
quedando definido el asunto del vestir como un asunto sustancialmente político.
Como lo señala T. Veblen
(12) el corsé “es sustancialmente una mutilación
que la mujer debe soportar con la finalidad de reducir su vitalidad, provocándole
forma cara y duradera su inviabilidad (su “invalidez”) para el trabajo… viéndose
compensada con creces con lo que gana en reputación”, en demostración
de riqueza, y, justamente como apariencia, y como eficaz obstáculo
para cualquier esfuerzo útil, como el zapato de tacón aguja.
Ahora bien, la mujer trabajadora
no utilizaba el corsé sino como imitación y lujo festivo.
Hay que decir
también que a la necesidad de ostentación de los poderosos siguió
–al final del Medioevo, y con el acceso al poder temporal de una nueva clase
de mercaderes, la burguesía –, la exigencia de una apariencia austera:
los burgueses debían adoptar códigos diferentes a los nobles,
debían ser discretos, no mostrarse tanto, ocultar su fortuna para
evitar envidias. Así la burguesía adoptó en masa el
color negro, que indicaba sobriedad y discreción y poseía un
doble significado: por una parte, enuncia a la apariencia ostensible de la
aristocracia, y por otra, afirmación de riqueza. Una apariencia, pues,
que juega con la modestia y la distinción, esto es, con la elegancia.
La indumentaria es la expresión
más diferenciadora o –en sentido puro– discriminatoria de la vida social
(13), que si bien es escenografía, es el único
espacio vital en que podemos desplegar nuestra vida, instalando nuestros
gustos en la realidad.
Y si las distinciones (lo distinguido)
se envilecen o mueren al hacerse comunes existe un poder a cuyo cargo corre
el estipular otras direcciones: es, decíamos, la opinión, pues
la moda no ha sido nunca otra cosa más que la opinión en materia
de indumentaria. “La indumentaria, –el traje, el vestido –, es el más
enérgico de todos los símbolos, y por ello la Revolución Francesa fue también
una cuestión de moda, un debate entre la seda y el paño: Es
así como vestir es un acto tanto estético como político.
La moda
ha contribuido también a la construcción del paraíso
del capitalismo hegemónico. Sin duda, capitalismo y moda se retroalimentan.
Ambos son el motor del deseo que se expresa y satisface consumiendo; ambos
ponen en acción emociones y pasiones muy particulares, como la atracción
por el lujo, por el exceso y la seducción. Ninguno de los dos conoce
el reposo, avanzan según un movimiento cíclico no-racional,
que no supone un progreso. En palabras de J. Baudrillard: “No hay un progreso
continuo en esos ámbitos: la moda es arbitraria, pasajera, cíclica
y no añade nada a las cualidades intrínsecas del individuo”
(14). Del mismo modo es para él el consumo un proceso
social no racional. La voluntad se ejerce –está casi obligada a ejercerse–
solamente en forma de deseo, clausurando otras dimensiones que abocan al
reposo, como son la creación, la aceptación y la contemplación.
Tanto la moda como el capitalismo producen un ser humano excitado, aspecto
característico del diseño de la personalidad en sociedad del
espectáculo.
(2) DEBORD, Guy,
La sociedad del espectáculo, Ed. Pre –Textos,
Valencia, 1999, cap. II La mercancía como
espectáculo. P. 51 y sgtes.
(3) DEBOR, Guy,
La Sociedad
del Espectáculo, Ed. Pre–Textos, Valencia, 1999,
cap. VIII, La negación y el Consumo de la Cultura, p. 151 y sgtes.
(9) DE DIEGO, Estrella El andrógino sexuado, Ed. Visor, Colección La Balsa de la Medusa, 53, Madrid 1992,
p. 90.
(12)
VEBLEN, T, Veblen, T. (1995): Teoría
de la clase ociosa, Fondo de Cultura Económica, México (primera
edición 1899) p. 98.
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