'EL FUTURO DE LA UNIVERSIDAD PÚBLICA' ADOLFO VÁSQUEZ ROCCA PH.D. [Compilador]
Dr. Adolfo Vásquez Rocca – Compilador
Dr. José Luis Pardo Universidad Complutense
Como un vendaval o como un incendio, se ha propagado en los últimos años el proyecto de construcción de un espacio europeo de educación superior (EEES) .
Quienes están instalados en el prejuicio de que todo cambio lo es
necesariamente a mejor, y quienes (más abundantes en España, debido a
nuestro reciente pasado político) lo están en el de asentir por
principio a cualquier cosa que lleve el calificativo de “europeo” (del
mismo modo que, en la Europa de la posguerra, lo “americano” le añadía
hasta a los mecheros una plusvalía de progreso) no tienen la menor duda
de que es preciso dejarse arrastrar por el viento o alimentar el fuego
arrojando a las llamas todas las antiguallas y trastos viejos (que son,
en nuestro país, abundantes) para asegurar su propagación sin límites.
Como estos dos prejuicios son menos operativos en quienes tienen una
mentalidad “conservadora” y “euroescéptica”, ellos han sido, por desgracia, los primeros y casi los únicos en llamar la atención sobre las desventajas que
este proceso de construcción podría acarrear para las estructuras
educativas; por tanto, en términos periodístico-públicos, se ha
convertido en un dogma de casi imposible refutación el de que la
resistencia a los principios que inspiran la construcción de dicho
“espacio europeo” es monopolio y privilegio de los conservadores y
euroescépticos, lo cual ha supuesto en la práctica un mecanismo de
desactivación de toda contestación posible a sus fundamentos por la vía
de considerarla una consecuencia del corporativismo que quiere conservar
a toda costa sus obsoletos privilegios y de una mentalidad provinciana
que se niega a integrarse en las nuevas realidades supranacionales
emergentes.
Ello no obstante, la primera cuestión
que habría que traer a la reflexión no sería la discusión del carácter
“progresista” o no del EEES, sino la de su compatibilidad, en las
condiciones particulares de cada uno de los Estados miembros de
la UE, con los cimientos (que, al margen de la adscripción al
progresismo o al conservadurismo entendemos irrenunciables) de la
democracia social y del Estado de Derecho que defiende, por ejemplo, la Constitución Española. En un principio, la motivación de
esta “construcción”, según comunican sus más convencidos defensores, no
es la detección de déficits educativos o de obsolescencias en la
docencia o en la investigación (pues, si se tratase de esto último, no
se comprende que la “reforma” no se hubiera acometido en España hace
años o incluso siglos), sino la necesidad europea de competir con
los Estados Unidos en materia educativa. Es el caso que, según cuentan,
las universidades de este país americano atraen en nuestros días a sus
aulas a la inmensa mayoría de los estudiantes que, procedentes de países
menos desarrollados (y a veces también desarrollados), desean y están
en condiciones de sufragarse una educación superior. Esta exposición es,
sin embargo, insuficiente. Lo que realmente maravilla a los analistas
(económicos) europeos es que, mientras que en Europa las instituciones
de educación superior han llegado a ser, en términos contables,
ruinosas, y a convertirse en una carga fiscalmente insoportable para el
Estado, en los Estados Unidos se ha conseguido que las
universidades (tanto las de gran renombre y prestigio como las
restantes, en general) sean un negocio rentable, en algunos casos
prodigiosamente próspero. Y esto es lo que genera una competencia
desigual entre los dos continentes. Y es bien conocida la regla de que
para igualar los resultados del competidor es preciso imitar sus
métodos. Por tanto, además de que el móvil de la reforma es económico y
no científico o cultural (ni siquiera político), las condiciones de su
planteamiento determinan la conversión —conversión en la cual,
ciertamente, Europa lleva un notable retraso con respecto a los Estados
Unidos— del conocimiento en una mercancía. Esto puede contribuir a
esclarecer el significado de la expresión propagandística —empleada con
idéntico entusiasmo por “progresistas” y “conservadores” en el espectro
político— sociedad del conocimiento, que mienta, por tanto, aquella sociedad en la cual el conocimiento se ha convertido enteramente en una mercancía.
Esta reconversión de la educación en negocio tiene multitud de efectos colaterales: define a sus destinatarios no en calidad de estudiantes (reales o potenciales) sino únicamente de clientes. De
este modo, la enseñanza se concibe como una empresa (se podría decir
también como un servicio, si se añade que se trata de un servicio
gestionado con criterios empresariales), empresa que los Estados Unidos
habrían sabido hacer más rentable que Europa por la vía de captar a la
mayor parte de los consumidores potenciales del producto (porque han
sabido, ante todo, hacer de la educación un “producto”). Naturalmente,
nada se puede objetar a la pretensión legítima de las empresas
(incluidas las universidades) privadas de orientarse de acuerdo con este
criterio, pero es difícil no notar que el mismo puede entrar en
colisión con los fines que (por mandato constitucional) se asignan a la
enseñanza pública. Si la universidad se concibe como
una empresa (privada), los estudiantes como sus clientes y sus gestores
como directivos de una corporación multinacional, es manifiesto que casi
todo lo que en este momento consideramos la universidad (y que no
procede —no conviene olvidarlo— de las mentes morbosas y calenturientas
de los corporativistas conservadores o de los euroescépticos
reaccionarios, sino del espíritu más cabalmente moderno e ilustrado)
está de sobra y puede considerarse en rigor como un obstáculo y, desde
luego, como un negocio ruinoso. La existencia de cosas tales como
“carreras” (con esa rígida estructura dividida en cursos, y estos en
asignaturas), “profesores” (que son o aspiran a ser funcionarios
públicos cuya competencia se determina mediante concursos igualmente
públicos, con todo lo que ello acarrea de “inamovilidad” y de “rigidez”
en el puesto de trabajo), “licenciaturas” y “doctorados”
(con su rígida arquitectura de sanciones científicas, exámenes, tesis,
investigaciones largas y pesadas, etc.) se adapta, obviamente, muy mal, a
las fluidas y cambiantes exigencias de un mercado en constante
“evolución” que no puede esperar tanto tiempo como el que dura una
“carrera” para contratar a un profesional cualificado cuya necesidad ya
ha detectado (pues es harto posible que, cuando el sujeto empleable haya
terminado su carrera, la necesidad de su presencia en el mercado
laboral haya dejado de existir o se haya transformado en otra), y que
por tanto no precisa profesores sino más bien entrenadores. Pero es
preciso notar que el abandono de todos estos conceptos implica
necesariamente la caída de todo el sistema de garantías jurídicas a
ellos asociados.
Prof. Dr. Adolfo Vásquez Rocca
Por otra parte, cuando se pregunta a los
expertos diseñadores de este sistema por los resultados que cabe esperar
de él en caso de llegarse a aplicar con “éxito”, dibujan en el
horizonte de nuestro porvenir educativo el siguiente panorama del
futuro: unas (pocas) universidades de elite (entendiendo por
tal cosa aquellas que sean capaces de captar la demanda educativa de los
clientes potenciales dispuestos a ser entrenados en los sectores
profesionales especializados que a su vez registran una mayor demanda
empresarial y/o a pagar cantidades de dinero mayores por satisfacer sus
expectativas —y, de paso, de captar también la oferta de aquellos
“patrocinadores” privados dispuestos a contribuir más generosamente a su
financiación a cambio de que se les garantice la generación de mano de
obra de alta cualificación para sus actividades comerciales) y otras (la
mayoría) universidades de masas (concepto
éste, como alguien dijo, más propio de la panadería que de las ciencias
sociales), dedicadas a la producción de mano de obra de baja
cualificación pero rápida y fácilmente reinsertable en los ya aludidos
“flexibles y fluidos” mercados laborales contemporáneos.
university students in class
Es necesario, en verdad, sujetar en
este punto la tendencia demagógica que podrían suscitar las reflexiones
más inmediatas sobre estos aspectos, pero al mismo tiempo es al menos
cuestionable que esta nueva organización del “conocimiento” sea
totalmente compatible con la finalidad objetivamente asignada por el Estado social de Derecho a
la enseñanza pública superior, es decir, la de contribuir a la
reducción de las desigualdades sociales en materia de acceso a la
formación universitaria. Cae por su propio peso que los “conocimientos”
organizados de esta nueva manera obedecen a una “estructuración” (o
quizás “desestructuración”) “inestable”, “abierta” y “modulable”
(adjetivos todos ellos afectados frecuentemente por el prejuicio
señalado al principio de este escrito acerca de lo “progresivo” y lo
“conservador”) que no procede de las necesidades “internas” de las
materias objeto de enseñanza-aprendizaje (materias que, por su propia
naturaleza, comportan rigor, rigidez y cierta inflexibilidad), sino por
las necesidades de la “sociedad”, es decir, del mercado. Este es el
motivo de que se haya de proceder a la más completa desmembración de los
cuerpos académicos de los diferentes saberes y disciplinas
universitarias en términos de “competencias”, “habilidades” o
“destrezas” que no se pueden asignar a ningún núcleo teórico definido
(pongamos por caso, el Derecho o la Física de la Materia Condensada),
sino que son el tipo de aptitudes que el mercado laboral y profesional
requiere en cada momento y que, como es natural, no soportan esas
rígidas divisiones académicas ni precisan los complejos mecanismos
sancionadores de legitimidad establecidos por la comunidad científica.
El encargo dado a los especialistas en pedagogía de llevar a cabo la
materialización de esta adaptación in situ desnaturaliza a
menudo la cuestión y arruina por completo la posibilidad de entender su
auténtica índole: los “pedagogos” piden a los “profesores” que hagan
algo imposible: que descompongan sus disciplinas en
“competencias”, “habilidades” y “destrezas”, para que luego “la
sociedad” (o sea, los analistas de mercado) puedan decidir cuáles de
ellas son socialmente aprovechables y cuáles son enteramente
desechables. Pero los profesores no saben cómo hacer esto, sencillamente
porque ya lo han hecho y no han dejado de hacerlo desde que existe la
educación superior (¿qué otra cosa puede ser aprender matemáticas sino
aprender a ser diestro, competente y hábil con los teoremas, los
logaritmos neperianos y los polinomios?), sin que nadie haya descubierto
ninguna contraposición (sino, al contrario, la más estricta
solidaridad) entre el rigor científico de los saberes superiores y los
requerimientos, por parte de quien se educa en ellos, de ser competentes
en la materia. Nadie —por mucha pedagogía que haya estudiado— puede ser
competente para determinar cuáles son las competencias matemáticamente
relevantes salvo aquel que sabe matemáticas, y
nadie puede enseñar a nadie competencia matemática alguna si no le
enseña a la vez matemáticas, con todo el rigor que ello supone e impone.
Este planteamiento —que sólo contribuye a hacer la vida imposible a los
profesores que intentan de buena fe “descomponer” sus materias en
“habilidades” para hacer lo que no puede hacerse (o sea, dejar de
enseñar las primeras y seguir enseñando las segundas) y erradicar el
rigor del campo de la enseñanza, sustituyéndolo por un sinfín de
documentos de control pedagógico muy semejantes a la proliferación
cancerígena de reglamentos que caracteriza a aquellos regímenes
políticos en donde no hay una verdadera ley— oscurece por completo los
objetivos de la reforma al invertir de punta a cabo el trayecto natural
de su proceder: no se trata de descomponer las disciplinas existentes en
unas presuntas “competencias” mágicamente desgajables del saber en cuyo
contexto únicamente tienen sentido, porque no hay manera alguna de
hacer esto (y de ahí la desesperación de los profesores que intentan
“adaptarse” y el desprecio de los adaptadores ante las “resistencias”
corporativistas de la clase docente-investigadora), sino que se trata de
extraer de la sociedad la suma de “competencias” que el mercado
necesita eventualmente (alguien que, por ejemplo, sepa algo de derecho y
algo de biología, sin necesidad de que sepa demasiado de ninguna de las
dos cosas, alguien que sepa algo de lingüística y algo de economía,
pero sin ser especialista en ninguna de las dos, etc.) para a
continuación encargar a las “nuevas” universidades que se ocupen de
entrenar en ellas a sus clientes en cuanto empleados potenciales, y que
lo hagan lo más rápidamente posible (como sucede en las nuevas guerras
contemporáneas, la capacidad de respuesta rápida —un ejército
“flexible”, poco numeroso y fácilmente transportable y redefinible— es
mucho más operativa que las “grandes maquinarias bélicas” del pasado).
Si el planteamiento se hiciese con este grado de honestidad,
aunque los pedagogos se quedasen sin trabajo (y sumidos en la misma
perplejidad que el resto de los especialistas universitarios), el grado
de sufrimiento del profesorado disminuiría notablemente. Porque esto sí
puede hacerse. Y, por lo que parece, se hará.
Así pues, “adaptación de la universidad a la sociedad” ha de leerse, en este contexto, como la completa desarticulación del corpus del
saber constituido como tal a partir del proyecto ilustrado como columna
vertebral de la enseñanza pública (y del cual las “ciudades
universitarias” —otra obsolescencia que el espíritu posmoderno se
declara presto a remover en beneficio de la deslocalización del
conocimiento— son la concreción espacial) y su disolución en una estela
nebulosa de técnicas híbridas, de cortos plazos y
estrechas miras (tan cortos y tan estrechas como la duración de la
vigencia de un tipo de interés en el mercado financiero, y tan sometidos
a fluctuación como esos mismos tipos) que puedan redefinirse
indefinidamente en virtud de las necesidades del mercado mundial. La
mera idea de concebir la universidad como una empresa de servicios o,
mejor (y con un símil ya catalogado por sus entusiastas), de bricolage tecnológico, es ya en sí misma una plasmación espacial de esa desarticulación y de esa disolución.
Adolfo Vásquez Rocca | Artelista.com
THEORIA
Por último, es preciso advertir que
esta reforma que ha de desembocar en el EEES no afectará igualmente a
todas las disciplinas universitarias. Por su grado de implantación
tecnológica y de implicación empresarial, es obvio que ya existen muchas
materias, por así decirlo, predispuestas a esta adaptación (en su
mayoría, las que se imparten en las Escuelas Politécnicas y
en el área de Ciencias de la Naturaleza y de la Computación y la
Comnicación), materias que, debido a las mencionadas implantación e
implicación, están llamadas a constituir el “núcleo duro” de las
aludidas universidades de elite del futuro, capaces de captar a
los clientes más rentables y a los patrocinadores más generosos. Y no
es menos obvio, por tanto, que los saberes de baja cotización en la
sociedad del conocimiento —que aproximadamente coinciden con el ya de
por sí ambiguo terreno de las “humanidades”— están más o menos
destinados a configurarse en torno a las también aludidas universidades de masas. Dejando aparte la “humillación” y la pérdida de distinción social que esto representará para los profesores de Humanidades (que,
además de que no es objeto de este escrito hacer cuentas de las
afrentas y agravios del orgullo profesional, es algo a lo cual los tales
profesores están ya sobradamente acostumbrados y que, por tanto, no
supone motivo de escándalo mayor), uno puede preguntarse qué sentido
tiene, entonces, someter a las materias agrupadas bajo este rótulo a ese
mismo proceso de desmembración en competencias, considerando que la
gama de destrezas mercantilmente aprovechables que puede ofrecer a “la
sociedad” este gremio es verdaderamente insignificante. Y aunque nunca
puede descartarse del todo un cierto sadismo como móvil de este empeño
aparentemente inútil (pues el rencor acumulado contra el parasitismo
social de quienes cobran del Estado sin ofrecer a cambio nada rentable
es cuantitativamente respetable), es lícito preguntarse qué tipo de
“necesidades” sociales vendrían a cubrir las humanidades reformadas en
el EEES, y a qué tipo de clientes (y de patrocinadores) puede interesar
la adquisición de las destrezas acumuladas por estas históricas
disciplinas. Puesto que se trata de competir con los Estados Unidos, no
deja de ser interesante observar, a este respecto, el modelo vigente en
las universidades de este país, en el cual hemos visto transformarse en
los últimos años a todas las carreras del sector “literario” (las
licenciaturas en “letras” en sentido amplio) en una nueva realidad
social llamada cultural studies. Una realidad que, al igual
que las nuevas “competencias” del sector tecnológico, es completamente
inclasificable en las catalogaciones sistemáticas del saber
universitario de origen ilustrado y, en una medida nada desdeñable, está
en trance de absorber a la totalidad de ese antiguo sector de Letras.
Este fenómeno (que ya se ha extendido notablemente por Europa) no
afecta exclusivamente a las “Letras” clásicas (las filologías, la
historia, la filosofía, la antropología cultural, la sociología, etc.),
sino también a disciplinas más especializadas como la vieja historia del
arte, que se encuentra en vías de redefinirse en términos de visual studies.
No debería extrañarnos que, en una sociedad en la cual el conocimiento
se ha convertido en una mercancía y en la cual los criterios de calidad de
la enseñanza se miden en términos de “satisfacción del cliente”, en una
sociedad que se propone atraer a una fuerza de trabajo (o quizá habría
que decir “fuerza de estudio”, puesto que ahora el estudio, como en otro
tiempo el trabajo, debe convertirse en capital) dispersa en el
escenario internacional del espacio global, las instituciones educativas
estén llamadas a adaptarse, no tanto al “mercado global” (pues los
saberes humanísticos suponen una porción poco representativa del
conocimiento que circula en este mercado), sino a la llamada “ciudadanía
multicultural” y a lo que podríamos denominar “el mercado de las
identidades”. En este caso, podría decirse que, más que económica, la
motivación es marcadamente política. No se trata en modo alguno
de que, tras un concienzudo análisis de los programas educativos, se
haya detectado en ellos una desatención científicamente significativa de
los rasgos culturales, se trata más bien de que esto último (los rasgos culturales) es todo lo que queda cuando
se despoja a los ciudadanos precisamente de su ciudadanía (la que
proviene fundamentalmente de la concepción moderna e ilustrada del Estado de Derecho y
de la implantación contemporánea de los principios de la democracia
social).
La destrucción del espacio público en beneficio del privado, de la que ya hemos hablado suficientemente en lo anterior, y de la cual el desmontaje del sistema público de educación superior heredado del proyecto ilustrado es uno más de los síntomas, trae como inevitable consecuencia el desplazamiento del juego político de la esfera de los intereses públicos a la de los intereses privados (esfera en la cual, en el proyecto ilustrado, se situaban las cuestiones relativas a las creencias religiosas y a las convicciones de la identidad cultural), de tal manera que todos los conflictos políticos quedan reducidos a conflictos (jurídica y democráticamente irresolubles) de identidades inconmensurables. Así como el conocimiento se ha convertido en un plusvalor mercantil (y, por tanto, en un signo de riqueza del que harán ostentación los clientes y proveedores de las universidades de elite), la identidad se ha convertido en un plusvalor político (el único que pueden exhibir los estigmatizados clientes y proveedores de las universidades de masas). De este modo, todas las disciplinas humanísticas se aprestan a quedar reducidas a un conjunto de “habilidades”, “destrezas” y “competencias” características de una determinada tradición cultural y, por tanto, a tener que integrarse en un conjunto más amplio de “habilidades”, “destrezas” y “competencias” características de otras tradiciones culturales, religiosas o lingüísticas con igual derecho a la representación académica (lo cual modifica sustantivamente la consideración que pueda tenerse, pongamos por caso, de Stendhal o de Aristóteles, cuyas obras ya no serán evaluadas sino como emblemas de una determinada identidad cultural, religiosa, sexual o lingüística).
Adolfo Vasquez Rocca Universidad Complutense de Madrid
Alguien podría aducir, tras la
descripción anterior, que de nada de lo dicho se sigue que el proceso en
cuestión sea necesariamente malo. Puede que haya llegado la hora de relevar en sus funciones a la Universidad (una
institución que en otro tiempo desempeñó un papel crucial, pero a la
que ahora habríamos dejado de necesitar), y la decisión de hacerlo no
tiene por qué ser ilegítima. Mi interés principal, no obstante, era el
de conseguir abrir algún camino a la idea de que tampoco se sigue en
absoluto que el proceso de reforma sea indiscutiblemente bueno. Y, más allá de esta cuestión de valoraciones, lo importante es, ante todo, notar de qué se trata en
este proceso de reforma. Y se trata, repito, de desmontar pieza a pieza
uno de los pilares del Estado de Derecho heredado de la Ilustración y
de la democracia social heredada del siglo anterior. Puede que en verdad
el Estado de Derecho se haya convertido en una rémora indeseable, o que
en verdad el estado del bienestar inspirado en los principios de la
democracia social se haya convertido en una carga fiscalmente
insostenible (ambas cosas darían lugar a discusiones distintas a la
presente), pero lo que de ningún modo puede sobreentenderse y darse por
probado sin discusión alguna es que la reforma de las instituciones
educativas superiores en la que se cimienta el EEES, y aún más en el
modo en el cual se está aplicando en un Estado con estructuras
académicas y científicas tan débiles y con dotaciones presupuestarias
tan modestas como el español, sea algo de suyo modernizador y progresista (a menos que sean progresistas la destrucción del Estado de Derecho y
el desmontaje de las estructuras de la democracia social), cuando
parece antes bien formar parte de un severo tratamiento de en el cual
están involucradas todas las instituciones de las sociedades del mundo
desarrollado. Hay, en efecto, muchas cosas desmontables y directamente
desechables en las instituciones educativas (superiores e inferiores)
españolas, pero no parece razonable perder la conciencia de todo lo que
se está arrojando al basurero aprovechando la ocasión que la reforma nos
brinda para deshacernos de los restos de un pasado en muchos aspectos
lamentable. No sería imposible que, so pretexto de una modernización
revolucionaria y sin precedentes, estuviéramos condenando a la docencia
superior y a la investigación universitaria españolas (como ya sucedió,
con consecuencias difícilmente reversibles, en las enseñanzas medias) a
una situación de retraso y postergación objetivos, tanto en términos
científicos como políticos y morales, aún más graves que los que se
deseaba contrarrestar con tal revolución.
Adolfo Vásquez Rocca - Doctor en Filosofía
Dr. Adolfo Vasquez Rocca
El Mundo – Zoología Política
José Luis Pardo, Premio Nacional Ensayo con ‘La regla del juego’
José Luis Pardo: El futuro de la universidad pública
Profesor de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
Dr. Adolfo Vasquez Rocca
Dr. Adolfo Vasquez Rocca
José Luis Pardo: La dudosa modernización de la educación superior
José Luis Pardo: Filosofía, Universidad y Sociedad
Dr. Adolfo Vásquez Rocca – Compilador
Dr. Adolfo Vasquez Rocca
Doctor
en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso;
Postgrado Universidad Complutense de Madrid, Departamento de Filosofía
IV, mención Filosofía Contemporánea y Estética. Profesor de Postgrado del Instituto de Filosofía de la Pontificia
Universidad Católica de Valparaíso; Profesor de Antropología y Estética
en el Departamento de Artes y Humanidades de la Universidad Andrés
Bello UNAB. Profesor de la Escuela de Periodismo, Profesor Adjunto Escuela de Psicología y de la Facultad de Arquitectura UNAB Santiago. Profesor PEL Programa Especial de Licenciatura en Diseño, UNAB – DUOC UC – En octubre de 2006 y 2007 es invitado por la 'Fundación
Hombre y Mundo' y la UNAM a dictar un Ciclo de Conferencias en
México. – Miembro del Consejo Editorial Internacional de la
'Fundación Ética Mundial' de México. Director del Consejo Consultivo
Internacional de 'Konvergencias', Revista de Filosofía y Culturas en
Diálogo, Argentina. Miembro del Consejo Editorial Internacional de Revista Praxis – Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional UNA, Costa Rica. Miembro del Conselho Editorial da Humanidades em Revista, Universidade Regional do Noroeste do Estado do Rio Grande do Sul, Brasil y del Cuerpo Editorial de Sophia –Revista de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador–. –Secretario Ejecutivo de Revista Philosophica PUCV. –Asesor Consultivo de Enfocarte –Revista de Arte y Literatura– Cataluña / Gijón, Asturias, España. –Miembro del Consejo Editorial Internacional de 'Reflexiones Marginales' –Revista de la Facultad de Filosofía y Letras UNAM. –Editor Asociado de Societarts, Revista de artes y humanidades, adscrita a la Universidad Autónoma de Baja California. –Miembro del Comité Editorial de International Journal of Safety and Security in Tourism and Hospitality, publicación científica de la Universidad de Palermo. –Miembro de la Federación Internacional de Archivos Fílmicos (FIAF) con sede en Bruselas, Bélgica. Director de Revista Observaciones Filosóficas.
Profesor visitante en la Maestría en Filosofía de la Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla. – Profesor visitante Florida Christian University USA y Profesor Asociado al Grupo Theoria
–Proyecto europeo de Investigaciones de Postgrado– UCM. Académico
Investigador de la Vicerrectoría de Investigación y Postgrado,
Universidad Andrés
Bello. Artista conceptual. Ha
publicado el Libro: Peter Sloterdijk; Esferas, helada
cósmica y políticas de climatización, Colección Novatores, Nº 28,
Editorial de la Institución Alfons el Magnànim (IAM), Valencia,
España, 2008. Invitado especial a la International Conference de la Trienal de Arquitectura de Lisboa | Lisbon Architecture Triennale 2011
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